¿Cómo describir a mi Diosa Ghalia sin caer en lugares comunes, ni repetir los elogios veraces y absolutamente justos que tantos sumisos agradecidos han escrito antes que yo? Por supuesto que las palabras no alcanzan para representar su gloria, ni reflejar aunque sea vagamente lo que se siente ante su divina presencia. Sin embargo aquí estoy, intentándolo con torpezas y vacilaciones; pero al mismo tiempo inspirado por el recuerdo de la extraordinaria experiencia vivida durante la tarde en que tuve la dicha de estar por fin postrado ante sus hermosos pies.

   Había recorrido un largo camino desde Sudamérica para llegar hasta allí. Y ahora estaba de rodillas frente a su trono vacío, tenso y expectante por lo que muy pronto iba a suceder. Escuché el sonido de sus tacos contra el piso, sentí su presencia en el aire y me estremecí. Con la garganta seca y el corazón acelerado aguardé durante algunos segundos, que parecieron siglos, hasta que apareció la Diosa y ocupó imponente su lugar en el trono. Ella me ordenó alzar la mirada y contemplarla. La Diosa posee el gesto subyugante de quien asume su divinidad naturalmente, sin forzar las cosas, sin necesidad de tener que mostrar ni proclamar nada. Simplemente sabe que el que está ante su exquisita figura, al instante siente su grandeza y es atravesado por ella. Esta seguridad le permite controlar la situación desde el comienzo. Ya tiene a su sumiso en sus manos y puede hacer con él lo que se le antoje. Lo curioso es que ante semejante situación de indefensión, uno jamás se siente desamparado; al contrario, continuamente se tiene la certeza de que cualquier decisión que tome la Diosa siempre será la mejor. Su autoridad se ha vuelto indiscutible. Su palabra es ley absoluta e inquebrantable. A partir de ahora sólo se puede obedecer.

   Me indicó que apoyara mi rostro sobre su regazo. No puedo explicar lo que sentí. Comprendí de pronto que ese era mi lugar en el mundo: inclinado ante su gloria y listo para complacerla, dichoso por haber sido aceptado en su reino. Acto seguido, colocó en mi cuello el collar que simbolizaría mi sumisión. Las siguientes palabras que me dirigió fueron para hacerme saber que desde ese momento era su siervo, y que sería así hasta que ella dispusiera lo contrario. También me dijo que un siervo estaba para complacer y obedecer a su Diosa. Me lo hizo repetir varias veces. Debía aprender a sentirlo, y no sólo recitarlo de memoria. A medida que iba pronunciando aquella frase mágica a lo largo de toda la sesión la fui comprendiendo mejor, apropiándome de ella, haciéndola más y más mía, más real. Fui descubriendo cada pliegue de su significado; fui llegando al centro de un secreto oscuro y luminoso al mismo tiempo que desde siempre, ahora lo sabía, formaba parte de mí.

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   La Diosa se puso de pie y, tirando de la cadena sujeta al collar, me ordenó que la siguiera en cuatro patas. Mi guía fue el sonido de sus zapatos contra el piso. Me habló con un tono autoritario y cautivante a la vez. Ella con su andar cimbreante marcó el ritmo de mis movimientos, cada uno de sus pasos impulsaba el desplazamiento hacia adelante de mis piernas dobladas. Me convertí en una prolongación de su cuerpo. Avanzaba cuando la Diosa avanzaba, siempre por detrás. Me detenía cuando ella lo hacía. Y ante cada tirón de la cadena me ponía en marcha otra vez. Así recorrimos su enorme mazmorra, llena de lugares intimidantes y atractivos al mismo tiempo. Me di cuenta que en el proceso de convertirme en su siervo lo primero que debía hacer era percibir las cadencias de sus tiempos, el ritmo de su respiración.

  Creo que eso es un siervo: un apéndice de la Diosa que ella utiliza cuando lo cree necesario. La sensación que se obtiene del otro lado de la cadena, con el collar al cuello y en cuatro patas, es inigualable. Personalmente no lo definiría como una pérdida de la voluntad exactamente, sino como algo mucho más sutil y potente. Es como si la voluntad propia se esfumara por completo, se saliera del cuerpo de uno, para fundirse con la de la Diosa y formar parte de algo que, aunque escapa por completo de nuestro control, paradójicamente nos hace sentir más libres que nunca. Así, uno comprende que forma parte del universo personal de su dueña y que no puede haber una felicidad mayor. Es la libertad del planeta que gira alrededor de la estrella central de su sistema. Se desplaza gracias a la fuerza de atracción que ella ejerce sobre él; su recorrido es regido por el impulso del astro superior. Sin embargo al girar una y otra vez alrededor del glorioso centro, siente el incomparable vértigo de la pertenencia absoluta a un orden secreto y mayor que lo trasciende, lo contiene y lo conduce.

   Terminado el paseo, la Diosa se sentó en otro de sus tronos. Me hizo postrar frente a ella y desde sus alturas me ordenó que me desnudara, doblara correctamente la ropa y la dejara a un costado. Así lo hice, regresando lo más rápido que pude a mi posición de adorador ante su sagrada presencia. Mi sensación era extraña. Aunque no estaba acostumbrado a pasar por ese tipo de situaciones, lo tomé como algo absolutamente natural. Me pareció lógico estar ante mi dueña despojado de todo, entregado a ella, ofreciéndole mi cuerpo para que dispusiera de él como creyera conveniente; ser un objeto más de su entorno, al que podría utilizar cuando mejor le pareciese.

 

   Me ordenó entonces que sacara la lengua y con ella limpiara la suela de su zapato derecho, bastante sucia luego del trayecto emprendido. Entendí al instante que cualquier tarea encomendada por mi Diosa se convertía automáticamente en la más importante del mundo. Procedí a ejecutarla, esmerándome todo lo que pude. Pasé mi lengua por la suela como si pudiera hacerla brillar. A una señal suya proseguí con el fino y larguísimo taco. Finalmente legué a la parte superior del calzado y mi esfuerzo aumentó. Froté varias veces mi lengua por cada centímetro del cuero, lustrándolo con pasión. Luego, siempre siguiendo sus órdenes, repetí la operación con el otro zapato. Cuando terminé, la Diosa volvió a ponerse de pie y me llevó con la cadena a otro lugar de la mazmorra, ubicado frente a un gran espejo. Me dijo que besara sus zapatos sin apartar la mirada de los tacos. Por primera vez no pude obedecerla por completo. Por un instante levanté la vista del suelo, siguiendo las líneas de sus maravillosas piernas algunos centímetros hacia arriba. No pude resistir la tentación, subyugado por su bellísimo cuerpo. Y como bien dijo ella, la tentación lleva al castigo.

   La Diosa hizo que me pusiera de pie, ató mis muñecas a unas argollas que colgaban del techo y me indicó que abriera mis piernas. Tomó su fusta de cuero y pasó suavemente uno de sus extremos por el contorno de mi cuerpo, como si me quisiera anunciar de a poco lo que estaba por suceder. La observé a través del espejo y comprendí enseguida que disfrutaba con lo que estaba pasando. Era la Diosa disponiendo de su siervo a su antojo, manejando los tiempos, dueña absoluta de la situación. Con sus dedos pellizcó varias veces mis pezones, mientras me examinaba concienzudamente. Yo era de ella, su pertenencia, y me lo hacía saber con cada uno de sus gestos y actitudes. Iba a hacer conmigo lo que quisiera y cuando quisiera, tenía todo el tiempo del mundo y pensaba usarlo. En ese momento yo no pensé en lo que podía llegar a sucederme, mi preocupación principal era que ella obtuviera el mayor placer posible con lo que hacía; sus necesidades estaban en primer lugar, y a nada mejor que a satisfacerlas puede aspirar un siervo.

   Comenzó el castigo. Yo debía contar uno por uno los azotes de su fusta contra mis nalgas. En una de las series me equivoqué y ella empezó de nuevo, desde cero. Al mismo tiempo tuve que agradecerle por los golpes que estaba recibiendo, y lo hice con sinceridad. Sentí que era un privilegio infinito, tener la atención de mi Diosa. Ella cubrió mis ojos con un pañuelo negro, privándome por completo de la visión. En la oscuridad, comprendí que mi dependencia era absoluta. Eso al principio me generó temor, porque no podía prever lo que mi dueña iba a hacer conmigo. Sin embargo, con el transcurso de los minutos también comprendí que estaba sucediendo algo mucho más complejo y profundo. Convertirse en un siervo de la Diosa Ghalia significa sumergirse en las sombras para luego regresar a la luz transformado.

  Cuando se cansó de azotarme, me soltó y regresó satisfecha a su trono. Desde allí me indicó que la descalzara. Al escucharla, me consideré realmente su siervo, entregado a ella y feliz. Comencé a hacerlo con extrema lentitud, tal como lo ordenó, mis dedos torpes no pudieron evitar demorarse más de la cuenta con las trabas de sus zapatos; no pude disimular mi nerviosismo. Cuando por fin tuve el zapato en mis manos lo tomé como si se tratara de un objeto sagrado y lo deposité en el piso. Sentí que era mi obligación cuidar esmeradamente cada prenda de mi Diosa. Yo había sido designado para hacerme cargo de tareas en la que ella no tenía por qué preocuparse y eso, además de ser un privilegio enorme, implica una gran responsabilidad.

   Luego de quitarle sus zapatos tuve que proseguir con las medias, mi nerviosismo aumentó. El contacto con un material tan cercano a su piel me excitó aún más. También el hecho de estar formando parte de algún modo de su intimidad, aunque por supuesto esto último no tuviera el mismo significado para ella que para mí. Un siervo es una especie de sombra que realiza una serie operaciones básicas para su Diosa sin molestarla, sin delatar demasiado su presencia, pasando casi desapercibido, logrando así que ella pueda poner su cabeza en otra parte al saber que siempre tendrá postrado a sus plantas a alguien que sí estará pendiente de esos asuntos. Con la Diosa ya totalmente descalza llegó el momento sublime de lamer sus pies.

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   Me ordenó comenzar deslizando muy lentamente mi lengua por el delicado arco de su pie derecho. Lo hice disfrutando cada instante, pero también tratando que ella sintiera placer; en realidad, eso era lo más importante para mí. Después llegó el turno de sus increíbles dedos. Uno por uno, me hizo chuparlos y hundir la lengua en las hendiduras que los separaban. La sensación que tuve fue la de estar en el cielo, y no exagero al escribirlo. No se me ocurre una manera más certera de explicar lo que se siente al lamer los pies de mi Diosa Ghalia. Tuve la convicción de que al postrarme humildemente ante ella había sido elevado a una condición superior, la de su siervo. Podría haber permanecido allí por siempre, viviendo nada más que para complacerla.

   Fue tan grande la sensación que sentí lamiendo los pies de mi Diosa que todo lo sucedió después se vuelve confuso. Perdí la noción del tiempo y ahora en mi memoria sólo quedan escenas aisladas, todas extraordinarias, que pasan delante de mí sin solución de continuidad. Recuerdo que siguió arrastrándome con su cadena por distintos lugares de la mazmorra. En cada uno de ellos dispuso de mí de una manera diferente, a esas alturas yo ya era un juguete al que ella podía usar como se le ocurriera. Estuve atado a uno de sus tronos, boca arriba, mientras ella apoyaba sus pies sobre mi pecho. Me ordenó varias veces que me masturbara, tumbado a sus pies, contando en voz alta los impulsos de mi mano y sin correrme. Cubrió mi rostro con una ajustada máscara de cuero que apenas tenía unos orificios por donde podía sacar mi lengua y observar mínimas partes del cuerpo de mi Diosa. Volví a lamer sus dedos, pero desde posiciones más incómodas, acentuadas por las limitaciones que imponía la máscara, aunque siempre satisfactorias. Besé sus manos con unción, tratando de poner en ese gesto todo lo que en ese momento pasaba por mi cabeza: el enorme respeto que sentía por mi Diosa, mi absoluta entrega hacia ella y mi adoración sin límites.

   Ahora todos esos momentos permanecen en mi recuerdo como fragmentos de imágenes donde siempre aparece en el centro la presencia gloriosa y magnífica de mi Diosa, que yo contemplo extasiado desde abajo, mientras ella continúa usándome de acuerdo a sus deseos. Creo que durante ese lapso que no sé cuánto duró, fui realmente un objeto de su propiedad. Para terminar me ordenó correrme en su honor, indicándome que cuando cayera la primera gota de semen sobre mi piel le diera las gracias gritando bien fuerte su nombre. Así lo hice cuando sucedió. Luego, me quitó el collar.

   Tuve la suerte de volver a estar postrado ante mi Diosa después de terminada la sesión. Le supliqué humildemente que me siguiera aceptando como su siervo para poder complacerla como ella considerara conveniente. Escribir este texto es la primera orden que cumplo para ella. Ojalá sea de su agrado así puedo seguir sirviéndole.