Ya ha oscurecido y la casa aguarda en silencio. Unas tenues luces se encienden y apagan en el árbol navideño que reposa, como una sombra aguda, en una esquina del salón. Hay regalos a sus pies, todos con un nombre en unas tarjetas compradas con forma de etiqueta brillante. Las letras, femeninas y pulcras, han trazado los nombres con cariño, pero solo alguien avezado en grafología podría determinar los gestos dominantes que hay en algunas de las letras.

En el suelo del pulcro salón hay varios papeles rotos, desgarrados: un par de regalos han sido ya abiertos. También se ve algo de ropa por el suelo que traza un camino hasta la habitación principal de la casa. En esa habitación hay un cajón secreto, un cajón donde se guardan los instrumentos de juego y placer de la pareja que allí habita.

La caja abierta, una funda de plástico y una cajita de madera por un lado. La ropa parece haber sido prácticamente arrancada. Casi podemos oler el perfume, podemos suponer lo que ha pasado. La estancia también huele a hormonas, a tensión sexual exprimida, tensada, procurada. Bueno, si miramos en el sofá blanco, ahí encontramos la pista definitiva: una fusta. Una fusta que si os obligaran a lamer percibiríais el sabor salado del sudor y la excitación.

Pero, ¿dónde están? Investiguemos un poco.

La primera caja: es un pequeño artefacto; venía en una caja mayor, de cartón, que ahora está en el montón de reciclar del lavadero. La cajita blanca trae varios dibujos e instrucciones. Han extraído el contenido del interior: un CBT. Vaya… ya tenemos la mitad del puzle hecho. Quizás al verlo, Marido haya tenido algún problema para probárselo (uno no recibe como regalo un chisme de esos sin probárselo al momento, si se puede). Y el problema ha podido ser la erección. La erección porque ella, subida en sus zapatos de tacón rojos, con esas medias negras y el vestido a juego, le sonríe desde su cumbre mientras él, sentado en el sofá, siente crecer la excitación al recibir ese regalo y lo que ello implica.

«Póntelo que vamos a un sitio. Vamos a divertirnos un rato» pudo haber dicho ella. Pero sin duda la promesa mayor sería: «Y si te portas bien allí donde te voy a llevar y haces todo lo que te diga, te dejaré llevarlo puesto en Nochebuena, en casa de tu madre».

El segundo regalo. Una caja de madera, labrada, muy bonita. Dentro hay un forro de fieltro imitando el frisado del terciopelo. Es el soporte de un collar. Así que tenemos otra pista más. Un collar labrado para exhibir una propiedad, no un collar de castigo o de entrenamiento. Él se habrá excitado aún más, sintiendo el bocado del CBT puesto constriñendo la carne prieta. Mira el collar y sus relieves bajo las luces de colores cambiantes del árbol, mientras fuera un viento frío cruza la ciudad y los comercios arrojan luces de ambar en las aceras azules del anochecer.

Ella lo mira, le coge del mentón. «Eres mi propiedad, perrito, y ya, después de todo, te lo mereces…»

Él se quita la ropa a un gesto de ella. El CBT es lo único que lleva puesto. Ella vuelve de la habitación con un sonoro taconeo. Lleva ropa para él, un arnés de cuero, unas pinzas de metal y la fusta. Se divierte un poco con él. Le pasa el pie metido en la media por el rostro, él siente el olor, el calor, el tacto, los dedos acariciarle la mejilla, el pecho, el vientre y jugar el CBT, sopesándolo con el empeine, como si pensara si va a darle finalmente una patada o no. Está muy excitado y ella lo controla, le da un par de sonoras bofetadas mientras repiten su ritual verbal marcando las posiciones, quién es el perro y quién es la Diosa, Ama y Señora. La fusta canta en el aire y se estrella en las nalgas de él, que cuenta el castigo que estimula su piel mientras sigue sintiendo la presión del CBT.

Finalmente ella le dice que se vista. Le ayuda a ponerse el arnés, lo viste con unos pantalones negros, sin ropa interior (que llevan en una bolsa para el fin de fiesta), y bajo el jersey negro de cuello cisne, le pone unas pinzas en los pezones. Ella conducirá, no sea que él se distraiga.

El collar lo llevará en el bolso y solo se lo pondrá en la puerta del lugar al que se dirigen.

Antes de salir, ella, que ha dejado otros zapatos en la puerta de casa le dice que se lo cambie. Él se pone de rodillas y lo hace, besando los pies de su Diosa. Ella lo recompensa atrapando su cabeza y apretándola contra sus braguitas para que la huela y en todo el rato que estén fuera solo sienta ese olor en su nariz y su lengua.

«Vamos, nos esperan».

La puerta se abre dejando entrar la luz del pasillo y los dos se ponen en camino. ¿Dónde van? Está claro.

A su Rincón de Libertad.

Mientras tanto, el mundo tendrá que esperar.